Junipero salío aquella mañana contento. Después de varios años había decidido tirar la casa por la ventana e ir a solicitar un crédito a su banco amigo para comprar tomates, lechugas y pepinos en la joyería de la esquina para hacerse una ensalada para darse un homenaje.
Había verificado que las leyendas urbanas que hablaban de que los bancos cobraban en comisiones a cada cliente el mantenimiento de varias sucursales era falsa. Sólo cobraban en comisiones para el mantenimiento de una sóla sucursal por cliente. Y le habían asegurado que a él le cobrarían sólo el precio del atraque del yate de lujo del director del banco.
No entendió muy bien por qué en la puerta del banco había varios agricultores pidiendo limosna si los precios de las frutas y hortalizas estaban por las nubes y él mismo tenía que solicitar créditos para adquirirlos.
Los años que había pasado en la cárcel por retrasarse en el pago de un recibo a Telefónica le habían enseñado a ser más comprensivo con su entorno. Allí aprendió a cosar balones de reglamento por ejemplo.
Junípero era muy feliz.
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